José Francisco Luz Gómez de Travecedo
Mi estimado español, señoría, prosigo en esta tarea de haceros ver las diferencias notables entre vuestro país y el mío. Por supuesto, en el mío Montesquieu vive y con él El Espíritu de la Leyes, pero, también, hay una distribución del voto en base a criterios racionales y no geográficos, como en el vuestro. Quiero decir, que aceptando, como vosotros, la fragmentación del voto, este se distribuye en razón del nivel académico del ciudadano, en absoluto por vivir aquí o allá. Pero aún somos, mi estimado español, más originales e impedimos que cualquiera se suba al carro de la política. Por supuesto, en mi país se exige más que el certificado de estudios primarios y la nacionalidad, se exige, además de hallarse laboralmente activo, una licenciatura académica y para ciertos cometidos el haber cursado estudios en la Escuela Nacional de Administración. ¿Recordáis, señor, a les énarques franceses? Algo así. Tratamos de evitar que analfabetos funcionales puedan desembarcar en la política y aún en el gobierno. Entendemos que si para conducir un automóvil se precisa un permiso, ¡cuánto más para conducir el Estado, aunque sea en calidad de comparsa! Bien, señoría, aún más. En mi Luzlandia, cada ciudadano que accede a la política percibe el sueldo que por su labor venía cobrando. Ni un luz más (es la moneda de mi país). Naturalmente, se le obliga a residir en su lugar de trabajo y se le compensa por los inconvenientes económicos que su tarea pública comporta. Referente a los automóviles, el célebre coche oficial, no hay. El político usa el servicio público y para aquellos casos de desplazamiento inevitable que no pueda ser realizado con el transporte público, se recurre a un modelo popular. En vuestro país, algún modelo del segmento C. Tampoco hay asesores (acabo de leer con estupor que la alcaldesa de Madrid y sus concejales cuentan con 1500 asesores con sueldo medio de 47.000 €. ¡Inaudito!). Si se precisa asesoramiento se recurre a la Universidad. Esta, mi estimado español, está costeada por todos y atendida por las mejores mentes del país que cuando son requeridas emiten el pertinente informe. Por último, nada de guardaespaldas (creo, señoría, que eufemísticamente los llamáis escoltas). El servidor público decente no debe temer por su integridad física, por más que haya excepciones. En vuestro país algún médico ha sido agredido y aún asesinado, ¿deberían todos llevar protección? Pero hay más, mucho más. Y así, otro día, señor, os hablaré del organigrama ostentoso y afectado de algunas instancias de vuestro país. Con mis respetos.
Mi estimado español, señoría, prosigo en esta tarea de haceros ver las diferencias notables entre vuestro país y el mío. Por supuesto, en el mío Montesquieu vive y con él El Espíritu de la Leyes, pero, también, hay una distribución del voto en base a criterios racionales y no geográficos, como en el vuestro. Quiero decir, que aceptando, como vosotros, la fragmentación del voto, este se distribuye en razón del nivel académico del ciudadano, en absoluto por vivir aquí o allá. Pero aún somos, mi estimado español, más originales e impedimos que cualquiera se suba al carro de la política. Por supuesto, en mi país se exige más que el certificado de estudios primarios y la nacionalidad, se exige, además de hallarse laboralmente activo, una licenciatura académica y para ciertos cometidos el haber cursado estudios en la Escuela Nacional de Administración. ¿Recordáis, señor, a les énarques franceses? Algo así. Tratamos de evitar que analfabetos funcionales puedan desembarcar en la política y aún en el gobierno. Entendemos que si para conducir un automóvil se precisa un permiso, ¡cuánto más para conducir el Estado, aunque sea en calidad de comparsa! Bien, señoría, aún más. En mi Luzlandia, cada ciudadano que accede a la política percibe el sueldo que por su labor venía cobrando. Ni un luz más (es la moneda de mi país). Naturalmente, se le obliga a residir en su lugar de trabajo y se le compensa por los inconvenientes económicos que su tarea pública comporta. Referente a los automóviles, el célebre coche oficial, no hay. El político usa el servicio público y para aquellos casos de desplazamiento inevitable que no pueda ser realizado con el transporte público, se recurre a un modelo popular. En vuestro país, algún modelo del segmento C. Tampoco hay asesores (acabo de leer con estupor que la alcaldesa de Madrid y sus concejales cuentan con 1500 asesores con sueldo medio de 47.000 €. ¡Inaudito!). Si se precisa asesoramiento se recurre a la Universidad. Esta, mi estimado español, está costeada por todos y atendida por las mejores mentes del país que cuando son requeridas emiten el pertinente informe. Por último, nada de guardaespaldas (creo, señoría, que eufemísticamente los llamáis escoltas). El servidor público decente no debe temer por su integridad física, por más que haya excepciones. En vuestro país algún médico ha sido agredido y aún asesinado, ¿deberían todos llevar protección? Pero hay más, mucho más. Y así, otro día, señor, os hablaré del organigrama ostentoso y afectado de algunas instancias de vuestro país. Con mis respetos.