miércoles, 17 de septiembre de 2014

EL NACIONALISMO Y SUS APOYOS


Jose Francisco Luz Gómez de Travecedo

Lo hallamos por doquier y como el chapapote se extiende sin límite ni control.
No hay país que se libre de este problema, esta lacra, que supone una enorme dificultad a la hora de progresar en la necesaria, imprescindible, deseable, constitución de entidades supranacionales. El siglo XVIII (y el final del XVII) en Europa, de modo paradigmático en Francia, fue el siglo de los estados. Parecía que, por fin, había llegado la hora de los ciudadanos. Eran tiempos de derechos y deberes y de libertad frente a la tiranía de los gobiernos locales donde el preboste de turno disponía de la vida y hacienda de los súbditos. Era el momento  de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (el texto daba de lado a la mujer por lo que, en 1791, Olympe de Gouge, editó su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana que era un toque de atención al respecto).
Ahora, el total de la ciudadanía se convertía en pueblo, que no en nación, dotado de voluntad y fuerza (Rousseau); esto es, en Estado. Es verdad que, en origen, las fuerzas que dan origen a éste eran burguesas (la burguesía, el tercer estado, estaba harta de sufragar los cuantiosos gastos de la monarquía) y, por tanto, clasistas, pero también que sin el concurso de las clases bajas el resultado no hubiera sido el mismo. Las clases populares se alzaron y reclamaron su protagonismo histórico, su lugar en el arco parlamentario. Eran los sans-culottes cuyas mujeres (¡ah, las mujeres! ¿Para cuando su momento?), las furias así llamadas, participaron de modo notable en el asalto y la toma de la  Bastilla, Versalles y las Tullerías y en el apresamiento de Luis XVI y  María Antonieta.
Así pues lo que comenzó siendo un movimiento burgués con la intención de hacer valer las pretensiones del Tercer Estado, básicamente económicas y de poder de actuación, terminó siendo un vendaval que hizo saltar por los aires al viejo régimen y sus ideas acerca de la conformación social. En su inicio igualó a los hombres aunque se olvidó de las mujeres que tanto hicieron por el nuevo orden. Desde entonces, la noción de igualdad se instala con fuerza y exige la uniformidad del Estado, leyes comunes y una misma lengua que permita la comunicación de todos con todos y la instrucción en un sistema compartido de valores. El ciudadano es ahora objeto de interés para el  Estado que buscará defender sus derechos.
Los que así pensaban se situaron a la izquierda de la presidencia en la Asamblea Legislativa, en 1791. Eran los jacobinos de Robespierre (pequeña burguesía) y los cordeleros (pueblo llano) de Dantón. Partidarios de la república y del sufragio universal masculino. A la derecha, los girondinos partidarios de una monarquía constitucional descentralizada, más exactamente de un Estado federal, y del sufragio censatario. Eran, pues, los burgueses. Siempre recelosos del poder y en busca de parcelas propias de decisión, la parcela nacional. Era la derecha siempre reaccionaria y buscando exclusivamente sus intereses. El Estado como entidad racional surgida de la Ilustración y de los grandes pensadores políticos del siglo, Locke, Rousseau, Montesquieu, no estaba en sus planes. Sí, en la izquierda, aún minoritaria, que suspiraba por un nuevo orden sin clases donde el servicio al ciudadano fuera su cometido.
Dos obstáculos en el camino de la implantación del socialismo, marxista o no, fueron siempre la propiedad privada y el Estado nacional. Dos genuinas ambiciones burguesas y, por tanto, de derechas. Recordemos, una vez más, que los términos derecha e izquierda tienen su origen en la concepción estatal: la izquierda, jacobina, partidaria del Estado centralizado al servicio del ciudadano, y la derecha, burguesa, partidaria del Estado al servicio de la burguesía, a modo de nueva nobleza si no de linaje sí de chequera.
Burguesía que, desde el siglo XIX hasta nuestros días, a un lado y otro del Atlántico, no ha cesado de intrigar en busca del predio, latifundio a ser posible. Desde su posición de solventes sobrevivientes, anulados clero y nobleza, urdieron la pamema de lo nacional como modo de reunir al pueblo llano en torno a sí. Es evidente que toda apelación a la ayuda popular por motivos de clase habría fracasado, pero cuando con frases enardecedoras se apela al sentimiento, al hondón del alma, brota con fuerza inmensa lo atávico y los individuos se agrupan y prestan a la lucha hasta la muerte. Es pura etología, comportamiento natural de los animales sociales frente al que se considera enemigo común. Llegados a este punto es importante tener presente que la cultura imperante es siempre la cultura de la clase dominante, en este caso de la clase burguesa, que imbuye de continuo la pretensión independentista como palanca definitiva para sus aspiraciones de mangoneo. O sea, el nacionalismo un fenómeno cultural de la burguesía que entendió por nación el pueblo susceptible de excitación y agrupamiento y, por tanto, precisado de mandos. Pueblo reclutado a cuyo frente se situarían los burgueses como auténticos mariscales ávidos de gloria.
Pues bien, si, como vemos, aquí y allá, tras el nacionalismo esconde su fea cara el burgués para el que el Estado centralizado es un obstáculo insalvable, ¿cómo la izquierda española, que se dice, lo apoya, lo comprende, lo propicia…? No lo entiendo.
Alguien deberá decir a esta izquierda española, que se dice socialista con o sin propiedad privada, que tal actitud ni es racional ni tiene fundamentación histórica y que coopera, y pagará por ello, en lo que no es sino una maniobra artera por conseguir interés de clase que pasan por encima de todo derecho humano. Me permito recordar ahora que  tales pretensiones separatistas españolas atentan contra la Declaración de Derechos Humanos de diciembre de 1948. Concretamente contras los artículos 9, contra el destierro, 15, contra la usurpación arbitraria de la nacionalidad, y 17, contra la expropiación. Me permito asimismo hacer ver que, ¡oh, paradoja!, tales derechos humanos y su defensa han sido el redundante argumento de su retórica.
La actitud de esta izquierda, que se dice, española es incomprensible y contraria a los principios de la izquierda genuina y, por tanto, un suicidio político. Acaso no sea ajena a estos hechos la inveterada costumbre de hablar de este país para referirse al Estado español.
Por otra parte, el Estado tiene el derecho y el deber de defender lo que no es sino una conquista popular contra las pretensiones de las minorías interesadas. Ceder a estas, colaborando, haciendo posible propuestas de grupo plutocrático, no solo es decimonónico es colaboracionista y un atentado contra su propia existencia.
Estamos en tiempos de igualdad y de individuación. Los hombres se igualan en derechos y deberes, pero, al tiempo, se disgregan en mil modos de pensar. La instrucción, el acceso a los medios informativos, comporta juicio personal y discrepancia. Los nuevos ciudadanos son más díficiles de gobernar, como quería Régis Debray, porque ya no son superponibles, han escapado a la identidad, son contrarios a la identificación nacionalista. Los espacios históricos se han quedado pequeños y el nuevo hombre traspasa fronteras en busca imparable de su realización personal. Los Estados se  muestran ya en la etapa senil de su proceso vital y exigen renovación. La superación del Estado histórico es ya una necesidad imperiosa por ser incapaz de proporcionar el espacio vital, el lebensraum de Ratzel, del hombre contemporáneo. No hay marcha atrás. El progreso de las ideas dejó siempre atrás a las sociedades recalcitrantes. Aquel “¡Que inventen ellos!” de M. de Unamuno, al rechazar la ciencia y optar por la mística, nos ha reportado atraso secular y división y distancia con Europa.

Frente a este tipo de actitudes retrógradas que buscan por motivos bastardos la recreación de la Europa medieval, la de hombres de la talla de Robert Schuman y Victor Hugo que, junto a otros, hicieron de la fraternidad europea, de la unión europea, su bandera. También, la mía.  

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