Jose
Francisco Luz Gómez de Travecedo
Lo
hallamos por doquier y como el chapapote se extiende sin límite ni control.
No
hay país que se libre de este problema, esta lacra, que supone una enorme
dificultad a la hora de progresar en la necesaria, imprescindible, deseable,
constitución de entidades supranacionales. El siglo XVIII (y el final del XVII) en Europa, de modo paradigmático en Francia, fue el siglo de los estados.
Parecía que, por fin, había llegado la hora de los ciudadanos. Eran tiempos de
derechos y deberes y de libertad frente a la tiranía de los gobiernos locales
donde el preboste de turno disponía de la vida y hacienda de los súbditos. Era
el momento de la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano (el texto daba de lado a la mujer por lo
que, en 1791, Olympe de Gouge, editó su Declaración de los Derechos de la Mujer
y de la Ciudadana que era un toque de atención al respecto).
Ahora,
el total de la ciudadanía se convertía en pueblo, que no en nación, dotado de
voluntad y fuerza (Rousseau); esto es, en Estado. Es verdad que, en origen, las
fuerzas que dan origen a éste eran burguesas (la burguesía, el tercer estado,
estaba harta de sufragar los cuantiosos gastos de la monarquía) y, por tanto,
clasistas, pero también que sin el concurso de las clases bajas el resultado no
hubiera sido el mismo. Las clases populares se alzaron y reclamaron su
protagonismo histórico, su lugar en el arco parlamentario. Eran los sans-culottes
cuyas mujeres (¡ah, las mujeres! ¿Para cuando su momento?), las furias así
llamadas, participaron de modo notable en el asalto y la toma de la Bastilla, Versalles y las Tullerías y en el
apresamiento de Luis XVI y María Antonieta.
Así
pues lo que comenzó siendo un movimiento burgués con la intención de hacer
valer las pretensiones del Tercer Estado, básicamente económicas y de poder de
actuación, terminó siendo un vendaval que hizo saltar por los aires al viejo
régimen y sus ideas acerca de la conformación social. En su inicio igualó a los
hombres aunque se olvidó de las mujeres que tanto hicieron por el nuevo orden. Desde
entonces, la noción de igualdad se instala con fuerza y exige la uniformidad
del Estado, leyes comunes y una misma lengua que permita la comunicación de
todos con todos y la instrucción en un sistema compartido de valores. El
ciudadano es ahora objeto de interés para el
Estado que buscará defender sus derechos.
Los
que así pensaban se situaron a la izquierda de la presidencia en la Asamblea Legislativa,
en 1791. Eran los jacobinos de Robespierre (pequeña burguesía) y los cordeleros
(pueblo llano) de Dantón. Partidarios de la república y del sufragio universal
masculino. A la derecha, los girondinos partidarios de una monarquía
constitucional descentralizada, más
exactamente de un Estado federal, y
del sufragio censatario. Eran, pues, los burgueses. Siempre recelosos del poder
y en busca de parcelas propias de decisión, la parcela nacional. Era la derecha
siempre reaccionaria y buscando exclusivamente sus intereses. El Estado como
entidad racional surgida de la Ilustración y de los grandes pensadores
políticos del siglo, Locke, Rousseau, Montesquieu, no estaba en sus planes. Sí,
en la izquierda, aún minoritaria, que suspiraba por un nuevo orden sin clases
donde el servicio al ciudadano fuera su cometido.
Dos
obstáculos en el camino de la implantación del socialismo, marxista o no,
fueron siempre la propiedad privada y el Estado nacional. Dos genuinas ambiciones burguesas y, por tanto, de
derechas. Recordemos, una vez más, que los términos derecha e izquierda tienen
su origen en la concepción estatal: la izquierda, jacobina, partidaria del
Estado centralizado al servicio del ciudadano, y la derecha, burguesa,
partidaria del Estado al servicio de la burguesía, a modo de nueva nobleza si
no de linaje sí de chequera.
Burguesía
que, desde el siglo XIX hasta nuestros días, a un lado y otro del Atlántico, no
ha cesado de intrigar en busca del predio, latifundio a ser posible. Desde su
posición de solventes sobrevivientes, anulados clero y nobleza, urdieron la
pamema de lo nacional como modo de reunir al pueblo llano en torno a sí. Es
evidente que toda apelación a la ayuda popular por motivos de clase habría
fracasado, pero cuando con frases enardecedoras se apela al sentimiento, al
hondón del alma, brota con fuerza inmensa lo atávico y los individuos se
agrupan y prestan a la lucha hasta la muerte. Es pura etología, comportamiento
natural de los animales sociales frente al que se considera enemigo común. Llegados
a este punto es importante tener presente que la cultura imperante es siempre
la cultura de la clase dominante, en este caso de la clase burguesa, que imbuye
de continuo la pretensión independentista como palanca definitiva para sus
aspiraciones de mangoneo. O sea, el nacionalismo un fenómeno cultural de la
burguesía que entendió por nación el pueblo susceptible de excitación y
agrupamiento y, por tanto, precisado de mandos. Pueblo reclutado a cuyo frente
se situarían los burgueses como auténticos mariscales ávidos de gloria.
Pues
bien, si, como vemos, aquí y allá, tras el nacionalismo esconde su fea cara el
burgués para el que el Estado centralizado es un obstáculo insalvable, ¿cómo la
izquierda española, que se dice, lo apoya, lo comprende, lo propicia…? No lo
entiendo.
Alguien
deberá decir a esta izquierda española, que se dice socialista con o sin
propiedad privada, que tal actitud ni es racional ni tiene fundamentación
histórica y que coopera, y pagará por ello, en lo que no es sino una maniobra
artera por conseguir interés de clase que pasan por encima de todo derecho
humano. Me permito recordar ahora que tales pretensiones separatistas españolas
atentan contra la Declaración de Derechos Humanos de diciembre de 1948.
Concretamente contras los artículos 9, contra el destierro, 15, contra la
usurpación arbitraria de la nacionalidad, y 17, contra la expropiación. Me
permito asimismo hacer ver que, ¡oh, paradoja!, tales derechos humanos y su defensa han sido el redundante
argumento de su retórica.
La
actitud de esta izquierda, que se dice, española es incomprensible y contraria
a los principios de la izquierda genuina y, por tanto, un suicidio político. Acaso no sea ajena a estos hechos la inveterada costumbre de hablar de este país para referirse al Estado español.
Por
otra parte, el Estado tiene el derecho y el deber de defender lo que no
es sino una conquista popular contra las pretensiones de las minorías
interesadas. Ceder a estas, colaborando, haciendo posible propuestas de grupo
plutocrático, no solo es decimonónico es colaboracionista y un atentado contra
su propia existencia.
Estamos
en tiempos de igualdad y de individuación. Los hombres se igualan en derechos y
deberes, pero, al tiempo, se disgregan en mil modos de pensar. La instrucción,
el acceso a los medios informativos, comporta juicio personal y discrepancia.
Los nuevos ciudadanos son más díficiles de gobernar, como quería Régis Debray,
porque ya no son superponibles, han escapado a la identidad, son contrarios a
la identificación nacionalista. Los espacios históricos se han quedado pequeños
y el nuevo hombre traspasa fronteras en busca imparable de su realización personal.
Los Estados se muestran ya en la etapa
senil de su proceso vital y exigen renovación. La superación del Estado
histórico es ya una necesidad imperiosa por ser incapaz de proporcionar el
espacio vital, el lebensraum de
Ratzel, del hombre contemporáneo. No hay marcha atrás. El progreso de las ideas
dejó siempre atrás a las sociedades recalcitrantes. Aquel “¡Que inventen ellos!” de M. de Unamuno, al rechazar la ciencia y
optar por la mística, nos ha reportado atraso secular y división y distancia
con Europa.
Frente
a este tipo de actitudes retrógradas que buscan por motivos bastardos la
recreación de la Europa medieval, la de hombres de la talla de Robert Schuman y
Victor Hugo que, junto a otros, hicieron de la fraternidad europea, de la unión
europea, su bandera. También, la mía.