martes, 17 de marzo de 2015

EL ANTICICLON DE LAS AZORES



José Francisco Luz Gómez de Travecedo

No puede ser. El ojo miope del político que solo alcanza los 4 años y aún con dificultades impide que este pueda tomar decisiones ponderadas. Movido por unas irrefrenables ansias de triunfo electoral es incapaz de considerar pros y contras. Es inútil hacerle ver que toda solución de un problema comporta de modo indefectible nuevos problemas acaso peores que el que precipitadamente fue resuelto. Por poner un ejemplo, el alargamiento de la vida humana ha traído como consecuencia la mayor incidencia y prevalencia de enfermedades propias de la edad senil con la consiguiente repercusión familiar y social en un Estado de bienestar. El automóvil ha venido a solucionar un problema de tiempo y espacio pero exige todos los años, como tributo, el sacrificio de hasta un millón de personas en todo el mundo. Es otro ejemplo, uno más entre tantos.
Así las cosas, ¿cuántos políticos piensan en las consecuencias a largo plazo de sus actos, cuántos? Ninguno. Su miopía unida a la total impunidad de que gozan lo hacen imposible.
Pese a todo la sociedad prospera; es decir, camina hacia estados de distensión que facilitan la vida de los ciudadanos y evitan los estallidos sociales, pero no será por ellos, sino por las acometidas de la sociedad civil que se revela una y otra vez contra la opresión de los poderes públicos siempre dados al conservadurismo más recalcitrante. Lo vemos en la España de hoy, la España, todavía, de la inmunidad parlamentaria y la fusión de poderes, donde los partidos hegemónicos defienden el bipartidismo a ultranza y realizan recortes sociales antes que políticos: el Estado autonómico y sus dispendios ni tocarlos. Consideremos  a este respecto, la historia de las mujeres en pos de la conquista de sus derechos. Recordemos a Emily Davison que en el derby de Epson, en 1913, atropellada por un caballo, pago con su vida sus intentos de llamar la atención acerca de la marginación de las mujeres a las que una concepción machista de las cosas mantenía apartadas de la vida social y política que les negaba el derecho al sufragio y las encadenaba al hogar.
Aquí y allá, en todo tiempo, la renovación política ha venido de la mano de los ciudadanos que se han jugado la vida y la libertad en pos de sus ideales. El caso de la revolucionaria girondina Olympe de Gouges y su Declaración de los Derechos de la Mujer y  la Ciudadana, escrito en 1791 es otro ejemplo magnífico de la esclerosis habitual de los regímenes políticos.
Así pues, miopía, impunidad y conservadurismo caracterizan a la clase política que más que casta termina siendo una apestosa costra bajo la cual la vida saludable resulta imposible. El político ha terminado siendo bacteria anaerobia que todo lo putrefacta y destruye. Bacteria de la descomposición que allí donde anida produce gas fétido. Resulta digno de análisis que los casos de corrupción, por sistema, sean descubiertos por la prensa en una más que loable tarea de higiénica ventilación.  El hecho de la inexistente separación de poderes en el Estado español es la prueba de lo que digo. Un país donde el legislativo nombra al ejecutivo y este le mete mano al judicial (sic).
Miopía y falta de consideración a largo plazo que les lleva, cegados por el brillo del poder, a no ponderar en absoluto sus decisiones. Dado que el anticiclón de las Azores asegura buen tiempo, por ganar votos, no dudarían ni un momento en colocarlo sobre la península sin reparar en las consecuencias a corto y largo plazo. Habría que hacerles saber que la más mínima intervención en un sistema físico no lineal puede generar consecuencias impensables, que “Si agita hoy, con su aleteo, el aire de Pekín, una mariposa puede modificar los sistemas climáticos de Nueva York el mes que viene”. Tendríamos que informarles acerca de la teoría del caos; tal vez así entenderían que sus deseos de permanente dirigismo son de consecuencias imprevisibles acaso desastrosas.



martes, 3 de marzo de 2015

SAY



José Francisco Luz Gómez de Travecedo

En un mundo que parece haber aceptado la relatividad de las ideas, la imposibilidad de la verdad absoluta, la necesidad de un constante contraste de las opiniones en un intento por mejorar nuestras conclusiones despojándolas del nocivo subjetivismo cuando se habla de temas que nos afectan a todos...
Que aun pareciendo haber aceptado la necesidad imperiosa del consenso, del acuerdo, todavía, con frecuencia, muestra la obcecación más absoluta cualquiera que sea el tema del que se trate.
Antaño eran célebres las discusiones bizantinas que a nada conducían salvo al distanciamiento de los tertulianos y se extendían a cualquier espacio opinable ya fuera divino o humano y, así, se llegaba a debatir acerca del sexo de los ángeles e incluso sobre el número de ellos que podrían posarse en la cabeza de un alfiler (concilio de Constantinopla). Antaño, pero... ¿Hoy?
Antaño era corriente sustentar una memez en la autoridad del que la defendía y eran tenidos por locos y visionarios los que osaban con sus ideas desafiar a tan poderosos señores e instituciones.
Con la Iglesia hemos topado se ha convertido en una frase coloquial que viene a expresar lo que digo y recordaré, por poner un ejemplo, con cuanto desprecio las autoridades médicas de la época trataron a Semmelweiss y sus intentos por prevenir la sepsis puerperal. Con mucho éxito por cierto: hasta un 70% de reducción de la mortalidad por esta causa entre las parturientas de su hospital. Pese a ello, prevaleció la verdad oficial y Semmelweisss, un médico adelantado a su época, sufrió la infamia de la expulsión de su hospital con las consecuencias consiguientes: miseria y enfermedad. Su gran obra, sin embargo, sobrevive y es un ejemplo para todos nosotros, médicos, y debería ser un espejo donde se vieran reflejados todos aquellos que hacen una bandera de la obstinación en su verdad.  No me extenderé acerca de la oposición tremenda que la Iglesia y la ciencia oficial, siempre ortodoxa, hicieron a la teoría heliocéntrica luego aceptada de modo unánime. 
De los casos Galileo y Miguel Servet no hablo por ser sobradamente conocidos. Tampoco de Darwin. Todos ellos en la verdad.
Atención pues a los heterodoxos de hoy porque acaso sean los ortodoxos de mañana.
Sirva este exordio para hacer ver como la contumacia, la terquedad y la obcecación, pecados propios de mente caduca, conducen a consecuencias lamentables. Ahí esta para demostrarlo, además de lo dicho, el materialismo histórico y las teorías del predominio racial que creyeron haber sintonizado con el devenir de los acontecimientos históricos y, conocedores del destino último de la humanidad, forzaron la máquina con el resultado de todos conocido: desolación absoluta para millones de personas.
Pese a todo, hoy como ayer, el dogmatismo más absoluto impera en cuanto se le da cuartel y no digamos en el terreno de la política. Se valen de que las hipótesis políticas se hurtan al método científico y no pueden ser falsadas ipso facto.
Por ejemplo, en política económica: resulta apabullante oír una y otra vez, hasta la saciedad, las mismas ideas. Todo lo expuesto pivota sobre el concepto demanda. La demanda es la clave, la piedra filosofal que transmuta el plomo en oro. Dele a la demanda y pronto el maná lloverá a raudales. Keynes puede sentirse un economista singular al haber influido, e influir, de modo tan determinante en las concepciones económicas de nuestros políticos. Con independencia de lo que realmente quiso decir lo cierto es que proporcionó la coartada perfecta a estos, siempre ávidos de protagonismo y justificación, ¡de sus engrosados salarios claro! Les vino a decir: adelante, manejando adecuadamente mi fórmula sobre la demanda agregada (la demanda agregada seria la suma de consumo más inversión más gasto público más exportaciones) podéis actuar sobre las dos variables fundamentales de la economía: el empleo y la inflación. ¡Fantástico! Un nuevo ámbito arrebatado a la sociedad civil y un peldaño más en el ascenso hacia el paternalismo anquilosante que anhela en su beneficio la costra política.
El problema reside en que tal igualdad supone un concepto estático de la macroeconomía. Lo producido esta ahí y debe ser adquirido por las vías disponibles: consumo, gasto público y exportaciones y regenerado mediante la oportuna inversión. Sin embargo, el mundo cambia y hoy de modo fulgurante: tan pronto algo emerge, una novedad se produce, tan pronto es sumido en el olvido por obsoleto. La macroeconomía de un país debe, pues, conectar con ese mundo comercial en permanente mutación y debe ofertar las soluciones de las nuevas tecnologías para los viejos problemas y los debidos al devenir social: la depuración de aguas residuales es un ejemplo.
He dicho ofertar. En efecto, la oferta es la clave. Ya a principios del siglo XIX, Say enunció en su trabajo Traité d´èconomie politique  (1803) la ley de los mercados que viene a decir que la oferta genera su propia demanda.
La nueva consideración, la que desdeña el político, da la vuelta a la tortilla y hace de la demanda la consecuencia de la oferta. Es ahí donde debe hacerse hincapié, es ahí donde hay que actuar, pero, ¡ay!, la oferta es cosa de la sociedad civil; al político solo le cabe secundar el papel protagónico de ésta y eso es demasiado...
El centro de gravedad se desplaza de la política a la sociedad y esta exige colaboración pero no sustitución. Fomentar la oferta pasa inevitablemente por propiciar la inversión en investigación y desarrollo, por alentar a la formación de cuadros profesionales competentes, por motivar al empresario que busca proporcionar soluciones y exige a cambio seguridad y contraprestaciones en proporción a los riesgos asumidos. Requiere...
Hay que reflexionar, si no esta todo ya pensado, acerca de lo que conviene a la oferta, pero mucho me temo que no iremos por ahí. Mientras el político, llevado de su interés, se resista a dejar la batuta, a perder su hegemonía, a considerar que es solo un mandado de la ciudadanía, las cosas no irán por el camino correcto.