jueves, 28 de agosto de 2014

RETÓRICA



Jose Francisco Luz Gómez de Travecedo.

La retórica, el ars bene dicendi de los clásicos, consistía en la técnica del bien decir, del bien expresarse con la intención de persuadir al interlocutor.
Constaba de una serie de partes que debían ser expuestas en orden para su mejor provecho.
Se iniciaba la exposición con el exordio que, basado en la credibilidad, buscaba atraer la atención del destinatario hacia el tema en cuestión.
Seguía luego la narratio en la que el interesado exponía su opinión respecto del tema que pasaba luego justificar mediante la oportuna argumentatio. Precisaba de un correcto proceso intelectual o patrón de razonamiento. Seguía, por último, la peroratio en la que se buscaba ganar la aceptación del otro recurriendo a todo tipo de estímulos emocionales que ocasionaran, según el caso, indignación, indignatio, o aflicción, conmiseratio.
Aristóteles en su Retórica se refiere a los tres elementos básicos de la misma: el ethos, el logos y el pathos. Que vienen a corresponder a la credibilidad, el razonamiento y la estimulación emocional respectivamente.  
Elementos que, debidamente ensamblados, constituían una poderosa máquina de convencer cuya utilización y fines preocuparon desde siempre.
Ya Sócrates, Platón y Aristóteles advirtieron de su uso por los sofistas, Gorgias e Isócrates, para manipular distorsionando la verdad al servicio de intereses particulares. Por poner un ejemplo, Platón achacó a la retorica sofista la muerte de Sócrates.
Pues bien, y termino aquí mi exordio, tal uso indebido de la retórica hoy, como siempre, se constata a diario. En mi opinión, narratio, este hecho se da, sobre todo, en el ámbito político donde se aprecia un deliberado intento de manipulación incompatible con un régimen que ha hecho de la libertad su bandera.
Me atengo a los hechos. Basta acudir a los mass media para apreciar como con harta frecuencia,  de forma solapada, subrepticia, en la argumentación retórica se hace hincapié bien en la ethos, bien en el pathos, o en ambos, y se omite, se escamotea, la argumentación propiamente dicha, el logos aristotélico.
En el  espectro televisivo se halla toda una serie de programas dedicados a la filantropía, a la solidaridad en sentido lato. Revestidos de bondad y amor fraternal, desde el púlpito de las ondas que a todos alcanza, el gran púlpito, el púlpito por antonomasia, se nos predica una y otra vez acerca de la necesidad de ayudar a los demás. Un demás que comprende a la totalidad de la humanidad. Casi nada. De este ethos que busca impresionar desde la potencia de sus medios físicos y humanos, que amenaza más o menos veladamente con anatematizar a los discrepantes, al pathos del acongojado televidente al que se busca conmover por cualquier medio, pero… ¿En medio qué?
¿Dónde la argumentación, la concatenación de juicios que justifique la instancia racional, desapasionada, a la acción filantrópica sin límites, la narratio?
Pues no la hallarán porque tal argumentación es imposible.
Por más que lo intento soy incapaz de sentirme movido por la solidaridad, por la filantropía. Mi instinto de conservación y mi amor propio me lo impiden. Temo demasiado al estado benefactor que en nombre del bien común, por razones de solidaridad y amor fraternal, acaba con el bien particular ya sea por la vía de la expropiación ya sea por la vía de los impuestos confiscatorios. Me siento impulsado racionalmente a la cooperación que a todos beneficia, pero a la solidaridad … ¿A compartir cama y mesa con el grueso de la humanidad…, con una humanidad que se multiplica alocadamente y busca devorarse luego de haber arrasado al planeta entero? ¿Qué me insta, me impele, a vivir de modo comunal? ¿Qué me insta, me impele,  a ser a modo de un perchero siempre a la espera de alguna percha que guste colgarse? ¿Dónde el imperativo categórico que mueva a desvivirse por los demás, a renunciar a la individuación, a ser muleta y medio para los demás? Decía Kant, obra de modo que tu norma pueda servir como principio de conducta universal. ¿Es ético pues imponer a los demás normas de comportamiento altruista y abnegado que no encajan en absoluto en nuestra entraña animal, que nos son extrañas? Si debes puedes, decía el filósofo, pero no debemos porque no podemos con ese deber y consiguientemente tampoco podemos exigir el derecho al altruismo, a la solidaridad. Ni para nosotros ni para los demás. No deja de ser curioso que quienes predicaban el monacato, la vida comunal, la renuncia de si, la solidaridad, a la primera de cambio se declaraban reformistas y creaban su propia orden con rango de superior general… Y, ya sabemos, no es lo mismo dar ordenanzas que cumplirlas. Por dos motivos: primero, porque el que dicta normas las siente propias y segundo, porque tantas veces como le convenga las quebrantará. ¡A ver quien osa pedir cuentas al superior!
Mover a los hombres por la razón es muy difícil y más es un mundo aún medieval de pensamiento mágico dado a la superstición, pero apelar a la emoción, al sentimiento en un sentido u otro, da siempre magníficos resultados. Hitler pulsó como nadie la fibra patriótica y contra el resto, el terror, también una emoción. El resultado, catastrófico.  Buscar soluciones, también, a los problemas sociales será siempre un modo de adaptación al medio y esto presupone su perfecto conocimiento, en sus aspectos sensibles y racionales. No hacerlo así, incurrir en él contra natura, supone tensar las cosas hasta el estallido inevitable.
Apelo, pues, y es esta mi peroratio, a la cordura, al sentido común de mis lectores. Nacimos para ser libres y solo en la libertad el ser humano goza de la imprescindible facultad de optar, de elegir su camino sin más limitaciones que el respeto a los demás; esto es, el reconocimiento de los otros a seguir su camino y a defender sus opiniones. Derecho y deberes sagrados. Además de a la razón apelo al sentimiento de orgullo, de autoestima, tan incompatible con el sometimiento a morales impuestas que solo conducen a la neurosis y al soma.