Jose
Francisco Luz Gómez de Travecedo.
La
retórica, el ars bene dicendi de los clásicos, consistía en la técnica del bien
decir, del bien expresarse con la intención de persuadir al interlocutor.
Constaba
de una serie de partes que debían ser expuestas en orden para su mejor
provecho.
Se
iniciaba la exposición con el exordio que, basado en la credibilidad, buscaba
atraer la atención del destinatario hacia el tema en cuestión.
Seguía
luego la narratio en la que el
interesado exponía su opinión respecto del tema que pasaba luego justificar
mediante la oportuna argumentatio. Precisaba
de un correcto proceso intelectual o patrón de razonamiento. Seguía, por último, la peroratio en la que se buscaba ganar la
aceptación del otro recurriendo a todo tipo de estímulos emocionales que
ocasionaran, según el caso, indignación, indignatio,
o aflicción, conmiseratio.
Aristóteles
en su Retórica se refiere a los tres
elementos básicos de la misma: el ethos,
el logos y el pathos. Que vienen a corresponder a la credibilidad, el
razonamiento y la estimulación emocional respectivamente.
Elementos
que, debidamente ensamblados, constituían una poderosa máquina de convencer
cuya utilización y fines preocuparon desde siempre.
Ya
Sócrates, Platón y Aristóteles advirtieron de su uso por los sofistas, Gorgias
e Isócrates, para manipular distorsionando la verdad al servicio de intereses
particulares. Por poner un ejemplo, Platón achacó a la retorica sofista la
muerte de Sócrates.
Pues
bien, y termino aquí mi exordio, tal uso indebido de la retórica hoy, como
siempre, se constata a diario. En mi opinión, narratio, este hecho se da, sobre todo, en el ámbito político donde
se aprecia un deliberado intento de manipulación incompatible con un régimen
que ha hecho de la libertad su bandera.
Me
atengo a los hechos. Basta acudir a los mass
media para apreciar como con harta frecuencia, de forma solapada, subrepticia, en la
argumentación retórica se hace hincapié bien en la ethos, bien en el pathos,
o en ambos, y se omite, se escamotea, la argumentación propiamente dicha, el logos aristotélico.
En
el espectro televisivo se halla toda una
serie de programas dedicados a la filantropía, a la solidaridad en sentido
lato. Revestidos de bondad y amor fraternal, desde el púlpito de las ondas que
a todos alcanza, el gran púlpito, el púlpito por antonomasia, se nos predica
una y otra vez acerca de la necesidad de ayudar a los demás. Un demás que
comprende a la totalidad de la humanidad. Casi nada. De este ethos que busca impresionar desde la
potencia de sus medios físicos y humanos, que amenaza más o menos veladamente
con anatematizar a los discrepantes, al pathos
del acongojado televidente al que se busca conmover por cualquier medio,
pero… ¿En medio qué?
¿Dónde
la argumentación, la concatenación de juicios que justifique la instancia
racional, desapasionada, a la acción filantrópica sin límites, la narratio?
Pues
no la hallarán porque tal argumentación es imposible.
Por
más que lo intento soy incapaz de sentirme movido por la solidaridad, por la
filantropía. Mi instinto de conservación y mi amor propio me lo impiden. Temo
demasiado al estado benefactor que en nombre del bien común, por razones de
solidaridad y amor fraternal, acaba con el bien particular ya sea por la vía de
la expropiación ya sea por la vía de los impuestos confiscatorios. Me siento
impulsado racionalmente a la cooperación que a todos beneficia, pero a la
solidaridad … ¿A compartir cama y mesa con el grueso de la humanidad…, con una
humanidad que se multiplica alocadamente y busca devorarse luego de haber
arrasado al planeta entero? ¿Qué me insta, me impele, a vivir de modo comunal?
¿Qué me insta, me impele, a ser a modo
de un perchero siempre a la espera de alguna percha que guste colgarse? ¿Dónde
el imperativo categórico que mueva a desvivirse por los demás, a renunciar a la
individuación, a ser muleta y medio para los demás? Decía Kant, obra de modo
que tu norma pueda servir como principio de conducta universal. ¿Es ético pues
imponer a los demás normas de comportamiento altruista y abnegado que no
encajan en absoluto en nuestra entraña animal, que nos son extrañas? Si debes
puedes, decía el filósofo, pero no debemos porque no podemos con ese deber y
consiguientemente tampoco podemos exigir el derecho al altruismo, a la
solidaridad. Ni para nosotros ni para los demás. No deja de ser curioso que
quienes predicaban el monacato, la vida comunal, la renuncia de si, la
solidaridad, a la primera de cambio se declaraban reformistas y creaban su
propia orden con rango de superior general… Y, ya sabemos, no es lo mismo dar
ordenanzas que cumplirlas. Por dos motivos: primero, porque el que dicta normas
las siente propias y segundo, porque tantas veces como le convenga las
quebrantará. ¡A ver quien osa pedir cuentas al superior!
Mover
a los hombres por la razón es muy difícil y más es un mundo aún medieval de
pensamiento mágico dado a la superstición, pero apelar a la emoción, al
sentimiento en un sentido u otro, da siempre magníficos resultados. Hitler
pulsó como nadie la fibra patriótica y contra el resto, el terror, también una
emoción. El resultado, catastrófico. Buscar soluciones, también, a los problemas
sociales será siempre un modo de adaptación al medio y esto presupone su
perfecto conocimiento, en sus aspectos sensibles y racionales. No hacerlo así,
incurrir en él contra natura, supone
tensar las cosas hasta el estallido inevitable.
Apelo,
pues, y es esta mi peroratio, a la
cordura, al sentido común de mis lectores. Nacimos para ser libres y solo en la
libertad el ser humano goza de la imprescindible facultad de optar, de elegir
su camino sin más limitaciones que el respeto a los demás; esto es, el
reconocimiento de los otros a seguir su camino y a defender sus opiniones.
Derecho y deberes sagrados. Además de a la razón apelo al sentimiento de
orgullo, de autoestima, tan incompatible con el sometimiento a morales impuestas
que solo conducen a la neurosis y al soma.