José Francisco Luz Gómez de Travecedo
Permitidme, señor, que os escriba de nuevo. Quisiera hoy haceros ver lo peligroso de ciertos calificativos. Benefactor, sin ir más lejos. Múltiples veces os he oído hablar de la necesidad del Estado benefactor, pero yo os digo que bastaría con un Estado que impidiera el mal. Esa es su misión fundamental, la de evitar, señor, que se dañe a los ciudadanos en sus vidas y en sus propiedades. Decía Hobbes, en su Leviatán (1651), que el hombre en estado natural es un lobo para el hombre (Homo homini lupus est) y que la vida natural es solitaria y pobre, sucia, violenta y corta. También que, sólo la guerra entre los hombres (Bellum omnium contra omnes). Se concibe así el Estado como consiguiente al acuerdo humano que impidiera estas cosas. Un estado fuerte, temible: Leviatán, donde el hombre queda subsumido. Estado que, en tanto que formidable poder, ha suscitado sesudas reflexiones acerca de su control. Control que supone contrapesos, contrapoderes, suficientes porque, en caso contrario, se ira deslizando hacia la opresión del conciudadano que vera como poco a poco sus esfuerzos son menos para si y más para los demás. El Estado, en su origen ideado para evitar las fechorías de unos contra otros, hoy predica la beneficencia, se nos ha hecho benefactor. ¡Dios, que peligro, mi estimado español! Decidme: ¿qué es el bien? Contestadme, señor, en el supuesto caso de que haya un camino inequívoco para llegar a él (no lo hay): ¿hasta donde llegar? ¿Hasta donde sacrificar? ¿Quién decide ello? Preguntas por contestar que deberían haceros temblar porque tan pronto nos hablan del frío de otros, a nosotros nos quitan la manta. Tal vez por eso el lema de Suiza es: “Uno para Todos, Todos para Uno”. Tal vez por eso, señor, James Madison, tercer presidente de los EEUU, se horrorizó cuando el Congreso destinó a ayudas filantrópicas dinero público. Dijo: “Soy incapaz de encontrar el artículo de la Constitución que conceda al Congreso el derecho a gastar el dinero de su electorado en benevolencia”. Tal vez por eso, David Crockett, congresista norteamericano, afirmó: “Tenemos derecho, como individuos, a dar el dinero que queramos a la caridad; pero como miembros del congreso no tenemos derecho adueñarnos de un solo dólar del dinero público”. La consecuencia de vuestro Estado benefactor, señor, es un chorro de dinero público, de vuestro dinero, destinado a todo tipo de actividades aunque. eso sí, muy benefactoras todas. Algunas hilarantes (consulten Internet) si no fuera porque es a costa de vuestros esquilmados españoles tan obcecados que vuelven una y otra vez a tropezar en las mismas piedras. ¡Dios, que país el vuestro!
Permitidme, señor, que os escriba de nuevo. Quisiera hoy haceros ver lo peligroso de ciertos calificativos. Benefactor, sin ir más lejos. Múltiples veces os he oído hablar de la necesidad del Estado benefactor, pero yo os digo que bastaría con un Estado que impidiera el mal. Esa es su misión fundamental, la de evitar, señor, que se dañe a los ciudadanos en sus vidas y en sus propiedades. Decía Hobbes, en su Leviatán (1651), que el hombre en estado natural es un lobo para el hombre (Homo homini lupus est) y que la vida natural es solitaria y pobre, sucia, violenta y corta. También que, sólo la guerra entre los hombres (Bellum omnium contra omnes). Se concibe así el Estado como consiguiente al acuerdo humano que impidiera estas cosas. Un estado fuerte, temible: Leviatán, donde el hombre queda subsumido. Estado que, en tanto que formidable poder, ha suscitado sesudas reflexiones acerca de su control. Control que supone contrapesos, contrapoderes, suficientes porque, en caso contrario, se ira deslizando hacia la opresión del conciudadano que vera como poco a poco sus esfuerzos son menos para si y más para los demás. El Estado, en su origen ideado para evitar las fechorías de unos contra otros, hoy predica la beneficencia, se nos ha hecho benefactor. ¡Dios, que peligro, mi estimado español! Decidme: ¿qué es el bien? Contestadme, señor, en el supuesto caso de que haya un camino inequívoco para llegar a él (no lo hay): ¿hasta donde llegar? ¿Hasta donde sacrificar? ¿Quién decide ello? Preguntas por contestar que deberían haceros temblar porque tan pronto nos hablan del frío de otros, a nosotros nos quitan la manta. Tal vez por eso el lema de Suiza es: “Uno para Todos, Todos para Uno”. Tal vez por eso, señor, James Madison, tercer presidente de los EEUU, se horrorizó cuando el Congreso destinó a ayudas filantrópicas dinero público. Dijo: “Soy incapaz de encontrar el artículo de la Constitución que conceda al Congreso el derecho a gastar el dinero de su electorado en benevolencia”. Tal vez por eso, David Crockett, congresista norteamericano, afirmó: “Tenemos derecho, como individuos, a dar el dinero que queramos a la caridad; pero como miembros del congreso no tenemos derecho adueñarnos de un solo dólar del dinero público”. La consecuencia de vuestro Estado benefactor, señor, es un chorro de dinero público, de vuestro dinero, destinado a todo tipo de actividades aunque. eso sí, muy benefactoras todas. Algunas hilarantes (consulten Internet) si no fuera porque es a costa de vuestros esquilmados españoles tan obcecados que vuelven una y otra vez a tropezar en las mismas piedras. ¡Dios, que país el vuestro!