viernes, 4 de abril de 2014

EL CASO CATALÁN Y LOS DERECHOS HUMANOS


José Francisco Luz Gómez de Travecedo

Bien. Uno acepta que alguien o algunos hablen con nostalgia de los tiempos pasados y de las patrias que fueron, pero cuando sus palabras se acompañan de acciones tendentes a resucitar lo pasado con grave daño para los que se oponen, la actitud no puede ser aceptación sino de rechazo absoluto. No puede ser otra frente a una postura intolerante, belicosa, que busca la consecución de objetivos grupales pasando por encima de cualquier consideración ética, de la ética política en este caso. 
Se justifica esta pretensión, ni más ni menos que de conquista de la soberanía plena, recurriendo a razones de toda laya, pero, básicamente, democráticas. La secesión así quedaría asentada en lo democrático, en la voluntad popular. ¿Pero de qué pueblo? He aquí la cuestión clave porque podemos hablar del pueblo en su totalidad o del pueblo insurrecto. 
Primera opción. Si hablamos del pueblo en general, la pretensión resulta absurda porque existiendo una constitución refrendada, por tanto, por mayoría, la exclusión de una parte del pueblo no se contempla: salvo que nos halláramos ante una constitución “deconstituyente” lo que resulta una contradictio in terminis. 
 En efecto, la constitución es siempre un acuerdo, un pacto entre iguales para vivir en común. Consagra derechos y deberes y supone el paso definitivo de la sociedad natural a la sociedad civilizada. De la sociedad puramente animal de nuestros ancestros donde imperaba la ley del más fuerte, la ley de la tranca, esa sociedad donde la vida resultaba solitaria y pobre, desagradable, brutal y corta (Hobbes, Leviathan, 1651) a la sociedad de los derechos. 
Es siempre un acuerdo entre particulares que acceden así a la ciudadanía compartiendo la voluntad general, la soberanía, en la parte correspondiente. También el territorio, el lebensraum, el espacio vital. Los acuerdos posteriores o leyes, que son siempre expresión de la voluntad general, se aplican al conjunto de la ciudadanía que toma el nombre de nación y se asienta en un territorio que denominamos patria. Las decisiones se adoptan por mayoría, pero, para impedir de nuevo la ley del más fuerte, la opresión del fuerte sobre el débil, la imposición de la mayoría sobre la minoría, la vuelta al estado de naturaleza en definitiva, los derechos resultan una línea roja infranqueable, intransitable. No cabe discusión alguna sobre ello. 
Los hombres convienen para vivir mejor; en absoluto para ser triturados, masacrados, marginados, en nombre de tal o cual ideología por legendaria y, aún científica, que sea. 
Los hombres pactan, son los sujetos de la constitución y no pueden admitir intermediarios porque no se puede ni prestar ni enajenar la voluntad. La voluntad de cada cual en cada momento y circunstancia es absolutamente propia y nadie puede hacerla suya. Ni el propio sujeto puede escapar a su voluntad que siendo suya constituye su realidad personal; sin ella deja de ser de modo irremediable. La presencia, por tanto, en los textos constitucionales de grumos intermediarios supone una contaminación interesada e inadmisible de la carta magna. Resulta inadmisible por el propio concepto de constitución y porque se presta a conceder derechos y deberes a esos grumos de denominen como se denominen: autonomías, etc. Derechos y deberes a entidades irreales, entelequias, que porque carecen de vida propia ni se expresan ni muestran voluntad alguna. Serán pues como marionetas manejadas por hombres que les prestan voz y voluntad y pregunto: ¿qué hacen unos hombres interpuestos entre individuos que tratan de acordar? ¿Qué hacen que no sea desvirtuar el texto que resulta así un mejunje insoportable? 
Es el peligro de las constituciones nacidas de una burguesía interesada en una determinada cancha y reglas de juego. Eso si, por el bien de todos. La tutela permanente, el paternalismo (se les suele llamar padres de la constitución), de un pueblo que se supone indocto e irresoluto. Este tipo de constituciones llevan en sí el germen de la discordia y son motivo permanente de conflictos. 
Queda luego, la segunda opción el pueblo insurrecto. Abundando en lo dicho, en el ámbito de una constitución ciudadana no se entiende bien que derecho tiene un aglomerado de individuos, a expresar, en tanto que aglomerado, su voluntad colectiva. En primer lugar porque se trata de una entelequia, un ente de razón sin realidad física, solo virtual, y en segundo lugar porque el texto constitucional es siempre un acuerdo entre individuos concretos, entidades, estas si, reales. Pero, aún aceptando, su opinión: ¿quién la emite? ¿Cómo una entidad virtual puede expresar su voluntad si para empezar carece de órgano fonador? Y, aunque fuera capaz de expresarla, ¿puede una entelequia poseer voluntad que interese a los humanos? ¿Tendrán los dioses motivo y voluntad alguno que preocupe a los individuos? Porque, en el fondo, detrás de tales pretensiones subyace una religión, una unión mágica, irracional, al más allá más o menos contaminada por intereses bastardos. Algo incompatible con algo tan sensato e intelectual como una constitución que es fruto de la mente, en absoluto de la pasión. Por otra parte, aun considerando que tal entelequia pudiera tener condición de interlocutor frente al conjunto de los ciudadanos: ¿qué pudiera concedérsele, que no fuera contra el derecho de los ciudadanos y de la Humanidad? 
En efecto, el artículo 15, punto 2, de la Declaración Universal de Derechos Humanos prohíbe despojar de la nacionalidad cuando dice: “A nadie se privará arbitrariamente de su nacionalidad ni del derecho a cambiar de nacionalidad”. También, el artículo 11, punto 2, de la vigente Constitución Española de 1978 que dice: “Ningún español de origen podrá ser privado de su nacionalidad”. Constitución que, por cierto, fue aceptada por el 90,96% de los votos emitidos siendo la participación del 67,91% (es decir, el 61,77% del censo electoral). Además, el artículo 9 de la susodicha Declaración dice: “Nadie podrá arbitrariamente detenido, preso ni desterrado”. En cuestiones que atañen a los derechos no valen, pues, los porcentajes. Los derechos humanos emanan de la misma condición del hombre y no son graciables en absoluto. En caso contrario, volveríamos al mundo salvaje que espantaba a Hobbes, un mundo donde impera la ley del fuerte. 
Como dice Sabater: “Además de ser un método para tomar decisiones, la democracia tiene también unos contenidos de principio irrevocables: el respeto a las minorías, a la autonomía personal, a la dignidad y la existencia de cada individuo”. 
Solo en el caso de unanimidad en la insurrección habría motivo para tomar en consideración la misma, pero tal unanimidad es un imposible matemático. 
La pretensión catalana, pretendidamente democrática, de secesión además de anacrónica, contraria a los tiempos presentes y a la gente que la apoya, es delictiva por vulnerar los artículos expuestos. De triunfar, supondría bien privar de su nacionalidad española a los catalanes contrarios (artículos 11 y 15 ya expuestos), bien el destierro para los españoles que permanecieran en Cataluña (artículo 9 ya expuesto). Además, el código penal español en su artículo 89 considera el destierro una pena sustitutiva de la privación de libertad inferior a 6 años. Habrá que preguntarse pues: ¿qué delito han cometido los españoles que se pretende desterrar? 
Debo indicar, además, que a la usurpación de derechos se asociaría la reducción del espacio vital, del lebensraum, por el innegable encasillamiento de los ciudadanos. Otro hurto. 
Debo hacer ver, asimismo, que la inhibición del Estado le haría cómplice de estos atentados al derecho de los ciudadanos. 
Son tiempos para la reflexión, la mirada nostálgica al pasado carece de sentido salvo como un modo de saber lo que no debe repetirse. Es el futuro lo que cuenta y se quiera o no, el proceso de individuación es imparable. Las fronteras se difuminan comenzando por las más próximas y las redes sociales tienden al acercamiento de los seres humanos por encima de ellas. El concepto de patria, o de entidad histórica, es ya una noción caduca al servicio de intereses de grupo. Como decía el gran Samuel Johnson: “El patriotismo es el último refugio de los canallas”.