José Francisco
luz Gómez de Travecedo
Anda muy revuelto el mar de la política;
es habitual desayunarse con la noticia de nuevas corruptelas. Tan pronto como
aparece una al respecto es sustituida por otra. La vigencia de tales hechos es
tan corta en el tiempo como las mangas de un chaleco. Vivimos a la par
expectantes y atormentados por un mar de fondo que amenaza con tragarse el régimen
político.
frente a esto, la actitud muchas veces
comprensiva hacia los suyos de una casta política que propone y propone y
propone mil medidas correctoras en un vano intento por blanquear sus
conductas.
Intentan los partidos salvar la situación
con la estratagema de los códigos de conducta ética. Como si la conducta
reprobable lo fuera por desconocimiento del camino recto que lleva a la virtud.
Yo no sabia, dicen…
Las Tablas de la Ley tienen más de 2000
años y son, sin duda, un completo decálogo ético para judíos y cristianos. Los
españoles los conocen bien, muy bien. Desde siempre los Diez Mandamientos han
sido su modelo referencial. Hasta tal punto que, sin duda,
hasta el más ateo de los españoles a la pregunta de si desea a la mujer de su
prójimo respondería con un rotundo NO. Sin embargo, ¿qué?
La Iglesia viene preocupándose de
librarnos del pecado desde hace 2 milenios. Ha predicado y amedrentado con todo
tipo de castigos horrendos en esta vida y la otra y, al parecer, hasta dio
ejemplo de conducta moral. ¿Y qué?
La realidad es que el pecado, la
transgresión de la ley, ha presidido nuestras vidas y no ha habido cama ni alta
ni baja que se haya visto libre del pecado de impudicia.
No creo, pues, en absoluto en los
reglamentos de la conducta humana. Sencillamente, porque no es el hombre un ser
naturalmente ético. Sería pedirle demasiado. Pensar que el hombre es bueno por
naturaleza resulta inconcebible. Basta con leer por encima la historia, que no
es más que el relato de una continua atrocidad, de un estado bélico perpetuo
con pausas de armisticio, mal llamadas de paz, que son aprovechadas para mejor
pertrecharse contra el enemigo de turno. Debería escribirse con la sangre de
los caídos y así, quizá, tendría algún valor docente.
No es la ética una cuestión de itinerario,
de orientación de la conducta en pos de un bien inmanente al ser humano sino
una reflexiva y subjetiva apreciación acerca de lo que es bueno para el hombre
y sus semejantes. Una toma de postura personal al decir de Sabater. Lo que a
uno le parece encomiable a otro le parecerá aborrecible. No basta, pues, con
enseñar a comportarse decentemente, es preciso consensuar para luego persuadir
y reprimir.
Por eso, todo decálogo ético es un corsé
que restringe nuestros movimientos. Tanto que termina resultando insoportable y
más en la medida en que se impone contra
natura. Aun aceptándolo la tentación de desobedecer será permanente.
Impregnados de cristianismo hemos dado en
creer que somos criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios y hemos hecho
equivalente humanitarismo a sensibilidad y compasión de las desgracias
ajenas... Que yo sepa, humanos han sido todos aquellos que han conducido a los
pueblos a su destrucción. Cómo creer a Kant cuando dice aquello de la ley moral
dentro de mi...
Tampoco la ciencia ha estado muy lúcida, desde Linneo (Sistema de la Naturaleza, 1758) que nos catalogó como homo sapiens (¡Caramba, se detuvo en el
rasgo menos habitual!) hasta aquellos que se rasgaban las vestiduras al oír
aquello de que descendemos del mono.
Y lo siento, pero así es. Nada hay que
justifique otra naturaleza que la animal en nosotros. De hecho, para los
taxonomistas estamos integrados junto a los grandes simios (gorilas,
chimpancés, bonobos y orangutanes) en la familia homínidos. Naturalmente dentro
de la familia el grado de parentesco es variable y, por lo que hace a la
genética y evolución, nuestros parientes más próximos son los chimpancés:
criaturas muy monas de las que más vale mantenerse a distancia. De hecho, en el
zoo de Santilla del Mar la única jaula que exhibía un letrero en el que se
leía: Animal peligroso, era la de los
chimpancés.
Será, pues, preciso un minucioso estudio
de la conducta de estos animales para comprender y prever las reacciones
humanas no siempre de homo sapiens; más bien de pan troglodytes (chimpancé
común).
Es verdad que se ha intentado ver en estos
parientes un punto de altruismo y solidaridad, pero ambos conceptos son ajenos
a su condición animal y a su interés. Con Monod excluyo cualquier explicación
teleológica de la cuestión: no hay un fin en su conducta sino una adaptación de
la conducta al medio. Era el comportamiento que, por selección natural, mejor
aseguraba la perpetuación de la especie. También, el orden jerárquico y la
defensa a ultranza del territorio. ¡Caramba, caramba! ¿No vemos aquí una enorme
similitud con la conducta del hombre?
Estoy convencido de que la especie humana camina
en pos de la progresiva adaptación al entorno social; en busca de un difícil
equilibrio entre sus pulsiones biológicas (entraña animal) y sus deberes. No
creo tanto en los cambios adaptativos ligados a los genes como en aquellos
ligados a lo que denomino frenes (de φρενός, inteligencia) o unidades de pensamiento. Estos, aunque
hipotéticos e inmateriales, permiten esa otra gran herencia: la herencia de la
conducta aprendida, la frénica; herencia que, como la genética, pasa de padres
a hijos y justifica aquello de: De tal palo, tal astilla. Esta conducta puede
ser singular, en cuyo caso hablamos de conducta familiar, o general, en cuyo
caso hablamos de conducta social o del grupo. En virtud de ello podemos hablar
de franceses, italianos o españoles.
Pero tales cambios adaptativos al entorno
humano, básicamente social, requieren tiempo. De generación en generación, en
porcentajes crecientes, la especie humana aprenderá desde la cuna a comportarse
con arreglo a los nuevos paradigmas (honradez, respeto, sometimiento a la ley,
etc.) siempre y cuando se respete el derecho de todo ser humano a vivir en paz
consigo mismo. Existe una fina línea entre el hombre y los demás. Cuando se
traspasa por el hombre nos damos de bruces con el despotismo, pero cuando es el
hombre el atropellado nos enfrentamos al totalitarismo opresor y estéril.
Mientras tanto, de nada sirven los reglamentos
y los códigos de conducta, pero sí la justicia que condena y aplica la pena
caiga quien caiga.
Mientras el hombre-mono, el ser humono, no sea instruido desde su niñez
con la palabra y el gesto, mientras en los modelos educativos prevalezca la
inteligencia lógica sobre la emocional, mientras asistamos lívidos de ira ante
el patético espectáculo de una justicia zarandeada por delincuentes de toda
laya, mientras los delincuentes de cuello blanco se pavoneen y jacten de sus
hazañas, mientras en la cárceles no haya empresarios, políticos y jueces,
mientras la prescripción del delito, el indulto y la inmunidad parlamentaria
sigan vigentes... Desengáñense, el hombre-mono reina entre nosotros y no cabe
alegría alguna por mucho código de conducta que se proponga.