José Francisco Luz Gómez de Travecedo.
Propugnamos una política de medios, no de fines y aún estos deberán ser políticamente correctos, es decir consensuados. Solo así serán aceptables los fines políticos conseguidos. Negarse a esto es como aceptar una política tutelar que determina qué problemas nos afectan y cuál es su solución. Una política que invade nuestra vida íntima y nos dicta hasta el pensamiento. Una política entrometida de hechos consumados terroríficamente descrita por Aldous Huxley en su Un Mundo Feliz.
No
queremos una vida resuelta sino una vida en justicia donde cada uno se mueva
según sus apetencias sin mas cortapisas
que el respeto a la ley, que será siempre expresión del interés general o no
será.
No
queremos soluciones a nuestros problemas sino medios para solucionarlos.
Sencillamente, porque son nuestros problemas: los que genera nuestra autonomía,
nuestra apetencia de realización personal. Cuando el Estado se confunde y lejos
de fomentar la iniciativa social proporciona interesadas recetas de buen vivir,
promueve el bien, se hace benefactor, mal. La corrupción esta a la vuelta de la
esquina. Es más, la misma pretensión de proporcionar solución a los problemas
del hombre es ya una degeneración, una corrupción, porque no es papel del
Estado resolver los problemas de los ciudadanos sino proporcionarles los medios
para que estos lo hagan. Por supuesto, mantened a la población sana, educada y
defendida entra dentro de sus deberes, pero sanidad, educación y justicia no
son fines, son medios para que el individuo, el ciudadano pueda, de modo
discrecional, buscar su excelencia.
El
Estado de fines no solo falta a su cometido, también engaña porque para ser
benefactor se precisa una ética. ¿Qué ética? ¿Acaso la ética utilitaria de
Bentham? ¿Aquella que considera bueno lo que provoca placer y evita el dolor;
es decir, todo aquello que procura la felicidad?
No
es aceptable tal supuesto por cuanto al Estado solo le compete preservar el
interés del ciudadano; o sea, interés en que se respete el pacto social, el
contrato social. Las mayorías solo cuentan a los solos efectos de aprobar las
leyes y siempre salvaguardando los derechos humanos, líneas rojas que nunca
pueden ser traspasadas. Pero, además, ¿quién es el Estado para definir la
felicidad, quién?
La
felicidad tiene que ver con la satisfacción de cada cual y esta depende de una
perfecta adecuación de la conducta a los fines personales. En términos causales
diríamos que la dicha emana de una total congruencia de la actividad toda del
individuo con su causa final y digo: su, porque es propio de cada individuo
decidir hacia donde ha de ir en su trayectoria vital. Es una decisión
absolutamente discrecional que nadie puede tomar por otro salvo en un acto de
fuerza absolutamente reprobable. Por poner un ejemplo: el Estado hace
carreteras pero yo soy el que decide donde quiere ir.
Por
todo lo dicho el Estado de bienestar no puede ser considerado un Estado que
asegura la felicidad por derecho sino un Estado donde todos cuentan con la
garantía de que podrán buscar libremente, sin más cortapisas que el respeto a
los demás, su felicidad.
El
Estado pues ni puede ni debe suplantar al ciudadano en esta vital labor; por
eso cuando el político propone tal Estado engaña y no busca sino el bienestar
del Estado. Es decir, el incremento progresivo de la carga estatal hasta
extremos insostenibles.
Así
las cosas, la tensión entre el Estado y el ciudadano será siempre una constante
porque el Estado, sus políticos, no ceja en su empeño de avasallar y marginar
no ya al ciudadano, a la sociedad civil a la que teme y desprecia. La Iglesia
antaño fue prepotente y anatematizaba y mandaba a la hoguera. Hoy es una sombra
de lo que fue. Controlen pues los políticos su tendencia a erigir un Estado
hegemónico no sea que mañana rastreros supliquen el perdón.
Por
esta noción errada de lo que es el Estado y su papel, el caso de España es
lamentable: además del aparato del Estado, 17 autonomías que en la práctica son
17 estaditos, 17 cortes, 17 cortijos, que han servido para multiplicar los
gastos que los contribuyentes de a pie han de hacer con el resultado de menguar
su renta disponible, de su progresivo empobrecimiento y de la rotura de la
soberanía nacional que se halla fracturada desde el momento en que se
transfirió a las comunidades la capacidad legislativa. Esto se llama disolución
del Estado y, como mínimo, una tomadura de pelo si se nos hizo creer en el 78
que la Constitución que entonces se proponía aseguraba el orden en la casa de
todos; porque ha resultado en la práctica un lamentable timo al convertir al
Estado en una jaula de grillos; cada uno de ellos alzando la voz más que los
demás y pretendiendo para su territorio más y más notoriedad a cualquier
precio. Notoriedad que se traduce en más y más apetencia de dinero y en unas
crecientes ínfulas expresadas por pomposas obras que para nada sirven y en unos
onerosos organigramas que mueven a risa cuando no a ira difícilmente
controlable.
Es
ridículo que autonomías con una población inferior a la cualquier barriada de
una gran ciudad se permitan contar con una ingente cantidad de cargos
encarnados por políticos cuyas biografías profesionales mueven a risa y cuya
única valía consiste en su permanente disposición a aceptar cualquier cargo con
tal de seguir viviendo de rositas, agazapados en sus lujosos despachos y
gozando de todo tipo de comodidades.
Ante
sus recargados esquemas organizativos, ante su vana palabra, ante su escenario
magnífico de moqueta y boiserie,
podríamos tomar prestadas las palabras de los presentadores circenses y gritar
a pleno pulmón: ¡Pasen y vean, señores, el inigualable mundo del circo que le
sorprenderá con sus increíbles espectáculos nunca vistos; pasad y ved, niños,
lo nunca imaginado! Yo les invito a abrir los organigramas de cualquiera de las
autonomías autonómicas y se llevaran las manos a la cabeza; sobre todo si, como
yo, conocen bien a alguno de los que ocupan tan distinguidos cargos siempre
pertrechados, ¡como no!, de asesores, poltrona, secretaria, moqueta y coche
oficial... ¡Y hasta guardaespaldas (sic)!
Esto
ha aportado la maldita organización autonómica que con el pretexto de un mejor
servicio al ciudadano ha provocado la disolución del Estado, la quiebra del
cuerpo soberano, de la nación, la discriminación de los ciudadanos, su
encasillamiento y todo ello a un costo inasumible. ¿De verdad es tan importante
el Estado? Para ellos, sí; desde luego.
Para
nosotros no; desde luego. Quien cree que el Estado puede resolver problemas anda
engañado aunque si es cierto que contribuye a su solución, pero, ¡ay!, también
a empeorarlos. Un hecho se neutraliza con el otro y queda el enorme gasto.
¿Para qué entonces?
Decía
Thomas Jefferson, 4º presidente de los EEUU, lo siguiente: Un Estado que es lo suficientemente grande para darte lo que quieres es
también lo suficientemente fuerte para quitarte todo lo que tienes. Por la vía de los impuestos, añado.
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