José Francisco Luz Gómez de Travecedo
Lo fueron antes Hitler y Mussolini y Franco y Tito y Stalin. Lo fueron antes Idi Amin Dada, Jean Bedel Bokkasa, Margistu Haile Mariam, Pol Pot. Entre otros. Luego, Muamar el Gadadi y Hosni Mubarach. Ahora, Bashar al-Asad y, últimamente, Victor Yanukovich. Todos varones, todos. Lo que sigue a continuación le atañe, pues, al macho humano.
Lo fueron antes Hitler y Mussolini y Franco y Tito y Stalin. Lo fueron antes Idi Amin Dada, Jean Bedel Bokkasa, Margistu Haile Mariam, Pol Pot. Entre otros. Luego, Muamar el Gadadi y Hosni Mubarach. Ahora, Bashar al-Asad y, últimamente, Victor Yanukovich. Todos varones, todos. Lo que sigue a continuación le atañe, pues, al macho humano.
Me pregunto: ¿qué explica en ellos una
conducta tan despiadada y cruel, tanta soberbia y desmesura, tanta prepotencia?
No es de ahora. Lo ha sido siempre. El poderoso
termina imponiendo su ley, siempre, antes o después.
Sin duda, hay que bucear en la condición
animal del hombre, en la entraña, en su biología, para comprender el fenómeno.
Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit (lobo es el hombre
para el hombre y no hombre cuando desconoce quien es el otro) dijo Plauto y
justificó el represor Estado de Hobbes. También: Bellum omniun contra omnes
(guerra entre todos contra todos).
Esta conducta se ve favorecida por
aquellas circunstancias que propician o permiten la impunidad y es tanto más
dañina cuanto mayor sea el poder del prepotente. Por esto es comportamiento propio del gobernante
que en su demoledora vanidad se creyó incluso capaz de desafiar a los mismos
dioses, pero estos se vengaban. El hombre que se desmanda y, por poderoso,
atropella e invade el espacio vital ajeno, que obra con desmesura terminaba
mal. Se consideraba que los dioses lo habían castigado. Ya en la Grecia clásica
se decía que: “Aquel a quien los dioses quieren destruir primero lo vuelven
loco”. Era la hybris, la desmesura, la extralimitación. Por eso la democracia
ateniense conocedora del animal humano coartaba la voluntad del gobernante: “…
dividiendo los poderes, limitando a un año el periodo de sus gobernantes,
prohibiendo toda reelección y escogiéndolos por sorteo para evitar la demagogia
de los oradores y el soborno de los ricos”.
Esta pulsión del animal humano, esta
propensión a avasallar, es pública y notoria: la historia humana es básicamente
la crónica de una guerra que niega cualquier fundamento a la socorrida
expresión: trato humano; como si humanidad fuera sinónimo de filantropía, de
altruismo. Mas bien, lo contrario. Salvo que, naturalmente, neguemos la
condición de humanos, la humanidad, a los susodichos gobernantes.
Dos mil años de Cristianismo nos han hecho
olvidar nuestro entronque natural, nuestra plausible, razonable, genealogía.
Seguimos pensando que somos de estirpe divina y mirándonos el ombligo, pero no
es así salvo que hagamos a Dios un ser a imagen y semejanza del hombre.
Con independencia de las consideraciones
genéticas que incluyen discrepancias acerca del porcentaje de ADN compartido
con los chimpancés (presumido en un 97% tras técnicas de hibridación del ADN
humano con el del chimpancé y hoy en día cifrado en un 98,4% tras haberse
completado la secuenciación del ADN de los grandes simios) nada impide
considerar al hombre un animal y ubicarlo según reglas taxonómicas. Pudo así
Linneo nombrarlo científicamente homo sapiens y situarlo en la familia hominidae
junto a los grandes simios. El criterio utilizado para esta clasificación fue
el formal, la similitud estructural, pero es evidente que además de la forma
entre las especies próximas existen parecidos comportamientos y que la conducta
humana no se va mucho de la de sus parientes los grandes simios; sobre todo, en
lo referente a la agresividad, de la de los chimpancés y, expresamente, excluyo
al bonobo cuya sociedad matriarcal y modo de resolver los conflictos nos son,
por desgracia, ajenos. A este respecto, son esclarecedores los estudios acerca
de los chimpancés del biólogo Frans de Waal, en el zoológico de Arnhem. Sus
conclusiones están recogidas en su famoso libro La Política de los Chimpancés.
Él dice: “Cómo nosotros los monos luchan por el poder, disfrutan del sexo,
quieren seguridad y afecto, matan por el territorio y valoran la confianza y la
cooperación”.
Esta primitiva valoración de las conductas
es un embrión de la conducta moral que ya en el hombre se convierte en un
motivo de continua reflexión. Es pues el hombre un primate dotado por heredad
de un mínimo moral que hace posible su condición de simio social.
Sí, pero de una sociedad arcaica y
jerarquizada donde el macho alfa, macho preponderante, impone su rango con
ferocidad mortal (en el citado libro se relata la muerte de un rival tras ser
atacado y emasculado por otros machos, el alfa entre ellos) y astucia. Para
esto da nuestra heredad, nuestra conducta básica: para mantenernos agrupados y
jerarquizados defendiendo a dentelladas privilegio y territorio contra propios
y extraños. Sociedad machista además.
¿Es extraño pues que la historia de la
humanidad sea la que es: una permanente lucha a muerte por la hegemonía con
espacios de paz, mas bien treguas, aprovechados para el rearme con ingenios aún
más mortíferos si cabe?
Luchas entre tribus pero también luchas
intestinas por el poder: guerras civiles y revoluciones que tanta sangre y
destrucción provocaron siempre para nada que no hubiera podido lograrse de otro
modo.
Así las cosas, con este mínimo moral que
solo el pensamiento reflexivo puede mejorar, ese que tanto escasea por doquier:
¿es posible pensar en otro escenario que no sea el bélico?
Los susodichos políticos se comportaron de
una manera absolutamente natural; fueron humanos primitivos esclavos de su
pulsión ancestral : la posición alfa en el grupo y la defensa del territorio y
su ampliación a cualquier precio. No pararon mientes en destruir cuanto se
opuso a su ansia de dominio. Servidos por una tremenda máquina de matar fueron
incontenibles y temibles tanto para los propios como para los extraños. Nada
pudo oponerse a sus técnicas terroríficas Aislados de las víctimas por la
cadena del mal, es decir, el ejercito de adoctrinados subordinados atentos solo cumplir las órdenes de sus superiores,
aquejados de lo que Hannah Arendt denominó la banalidad del mal, cualquier
gesto inhibidor de la agresividad fue completamente neutralizado. Desde la
altura del poder, aislados de sus víctimas, no podían ver su mirada de terror
ni la mano tendida que solicita clemencia ni la sangre derramada ni los
destripamientos que ocasionaba la metralla de sus proyectiles ni percibir el
hedor de la muerte.
Es cierto, afortunadamente, que el hombre
puede plantearse la moralidad de su conducta: si es provechosa o no, para él y
los demás, y concluir con Confucio, ya en el 460 a. de C., que no debe hacerse
a los demás lo que uno no desee para sí
y llegar al convencimiento, con Albert Camus, de que no es el fin el que
justifica los medios sino estos el fin, pero también acordar con Maquiavelo,
para el que la política nada tenía que ver con la moral, la ética o la
religión. Quiero hacer ver aquí que existe una herencia ligada al pensamiento y
a sus conclusiones. Que pensar éticamente y ordenar la conducta personal con
arreglo a la reflexión es algo que también se transmite a la descendencia por
mor del ejemplo y la palabra. Que es algo que se hereda. La filantropía, el
pensar en los demás como personas, se hallen a la distancia que se hallen, esto
es, sean más o menos próximos, más o menos prójimos, es una conquista que
supone un salto cualitativo y, por tanto, un avance adaptativo en el camino
para llegar a una sociedad equilibrada y feliz. El problema radica en que tales
cambios se dan en un contado numero de personas que aún tienen escasa capacidad
de influir. Mientras, es el hombre agresivo en busca de poder, adaptado
perfectamente a una sociedad en la que subyace la violencia de todo tipo, el
que medra. Es la sociedad fuertemente jerarquizada que permite todo tipo de
fechorías posibles por lo comentado: la cadena del mal y la ausencia de
reflexión ética que justifica la banalidad del mal. Esto es, la total falta de
interés por las consecuencias últimas de las decisiones adoptadas siempre en
provecho del magnate. La sociedad que quería y justificaba Maquiavelo. La que
aún prospera.
Se explica así el comportamiento de los
responsables de los ayuntamientos de Burgos y Alcázar de San Juan cuyas
conductas nos sumen en la perplejidad cuando no, en la indignación más
absoluta. Su contumacia, su tenacidad en mantenerse en los proyectos pese a la
voluntad popular solo puede entenderse desde el concepto expuesto: la hybris.
Naturalmente, cabe otras presuntas razones siempre a incluir en la
consideración juiciosa de los actos del animal humano. Y más si se trata de un
varón.
Hace tiempo que vengo sosteniendo que,
dada la conducta agresiva del macho de la especie humana, tendente siempre a
propasarse, a la desmesura, hasta tanto se operen (desde luego, por vía natural
adaptativa) cambios genéticos provechosos para la convivencia feliz, debe ser
la mujer, que esta dotada mejor que el hombre para el cuidado de la
colectividad y sus relaciones con las demás, la que tome el mando. El varón tuvo
su oportunidad y generó, y genera, innumerables conflictos que han traído
muerte y devastación sin fin. Hoy, al menos en el mundo occidental, su conducta
es menos cruenta porque ha encontrado nuevos modos de dominación: más
sofisticados, más técnicos, menos primitivos: ayer se robaba la bolsa de modo
manual y con intimidación, hoy con procedimientos de ingeniería financiera de
los que es un ejemplo clásico el timo Ponzi (otro varón), el timo de la
pirámide, pero en el fondo subyace siempre la apetencia del macho por lo ajeno
ya sean personas o cosas. Llegados a este punto se me podrá objetar que ya hay
mujeres en cualquier ámbito del quehacer humano, pero … ¿qué mujeres? En un
mundo de hombres, de patriarcas, son estos los que eligen a sus mujeres y bien
se cuidan de que estas sean afines; es decir, machistas. Es cosa digna de ver
como las hijas de madres que, hartas de aguantar una situación matrimonial
frustrante, dan el portazo y se largan, cargan sobre ellas reprochándoles su
actitud que en nada tiene que ver con la abnegación y sumisión que se
consideran propias de las buenas madres. ¿Cómo hemos de calificar esta
actitud…?
Son innumerables los casos de mujeres
heroicas que pasaron por la vida para construir y, desde luego, escaso el de
mujeres violentas y, aún en estos casos, habría que conocer los hechos de
primera mano antes de juzgarlas, pero la actitud de la mujer en general ha sido
encomiable. No podemos olvidar a esa gran mujer que fue Mary Wollstonecraft,
impulsora del movimiento feminista, que ya en 1792 publicó su obra Vindicación
de los Derechos de la Mujer y solicitó al Estado cambios en el modelo educativo
que posibilitaran una enseñanza primaria gratuita y universal. Murió de fiebre
puerperal, ese cuadro clínico de cuyos orígenes y prevención habló Semmelweis,
la voz que nadie oyó. Tampoco olvidaremos a las porfiadas sufragistas
americanas e inglesas, estas comandadas por Emmeline Pankhurst, y, en nuestro
país a Clara Campoamor, que no cejaron hasta lograr el voto para la mujer. Para
terminar, por ahora, quiero exponer la opinión que la mujer merecía, en 1931, a
un distinguido catedrático de Patología de la Universidad de Madrid, Roberto
Novoa Santos:
“Por qué hemos de conceder a la mujer los
mismos título y los mismos derechos políticos que al hombre? ¿Son organismos igualmente
capacitados? (…) La mujer es toda pasión, toda figura de emoción, es todo
sensibilidad; no es, en cambio, reflexión, no es espíritu crítico, no es
ponderación. (…) Es posible o seguro que hoy la mujer española, lo mismo la
mujer campesina que la mujer urbana, está bajo la presión de las instituciones
religiosas; (…) Y yo pregunto: ¿Cuál sería el destino de la República si en un
futuro próximo, muy próximo, hubiésemos de conceder el voto a las mujeres?
Seguramente una reversión, un salto atrás. Y es que a la mujer no la domina la
reflexión y el espíritu crítico; la mujer se deja llevar siempre de la emoción,
de todo aquello que habla a sus sentimientos, pero en poca escala en una mínima
escala de la verdadera reflexión crítica. Por eso creo que, en cierto modo, no
le faltaba razón a mi amigo D. Basilio Álvarez al afirmar que se haría del
histerismo ley. El histerismo no es una enfermedad , es la propia estructura de
la mujer; la mujer es eso: histerismo y
por ello es voluble, versátil, es sensibilidad de espíritu y emoción. Esto es
la mujer. Y yo pregunto: ¿en qué despeñadero nos hubiésemos metido si en un
momento próximo hubiéramos concedido el voto a la mujer? (…) ¿Nos sumergiríamos
en el nuevo régimen matriarcal, tras la cual habría de estar siempre expectante
la Iglesia católica española?”
Pobre hombre este Novoa Santos. Ignoraba
lo de la inteligencia emocional de Goleman. Ignoraba que también que: Le coeur
a ses raisons que la raison ne connaît point. Debiera haber leído a Pascal.
Esto se escribió en el primer tercio del
siglo pasado, ayer aún, pero mucho me temo que es aún la opinión preponderante
en los hombres. La misma concesión de la cuota es vejatoria para las mujeres
que se ven así astutamente apartadas por el varón taimado de la posibilidad de
ocular la totalidad de los puestos si los merecen resultando paradójico que la
misma ley de igualdad recurra al criterio sexual para determinar a quien le
toca plaza.
He titulado a este escrito Hybris pero
debería haberlo llamado La Mujer. De cualquier modo, es la denuncia de una
situación de atropello permanente, ya sea del pueblo ya sea de la mujer, por la desmesura de aquello a los que
corresponde velar por el derecho de las personas, cualquiera que sea su sexo.
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