miércoles, 26 de noviembre de 2014

¿QUIEN ES LA ÚLTIMA?



José Francisco Luz Gómez de Travecedo

La vida, una previsión absolutamente incierta, ha hecho de mi un amo de casa. Esta condición, generalmente femenina, me ha hecho conocer como siente la que tradicionalmente se ocupó en España de la tareas de la casa, la mujer. Ahora sé de su gran esfuerzo, de su enorme capacidad de servicio, de su frustración y de sus prisas. Ahora sé de su gran mérito. Alardean algunos de su manejo de los tiempos, pero nadie para ello como las amas de casa que no se permiten ni un minuto de tiempo muerto.
Gran esfuerzo que no acaba en todo el día; no bien acabas una tarea cuando comienzas la siguiente en un largo rosario que dura toda la vida. Basta hacer las camas para terminar con la riñonada hecha ciscos y excuso decir como te sientes cuando doblado más que un cruasán intentas barrer las pelusas que, malditas, se acumulan debajo de ellas. Sin duda, las puñeteras tienen vida propia y se mofan de nosotros cuando intentamos una y otra vez llevarlas al recogedor. Como insectos vivarachos vuelan de un lado a otro poniendo a prueba nuestra paciencia. Menos mal que la técnica nos ha dotado del aspirador que esgrimimos ante ellas con sonrisa sádica: ¡ajá, os cacé malditas!,  gritamos momentos antes de enredarnos con el cable y casi tirar al suelo la bonita lámpara de IKEA, recién comprada. Tras esta cacería, ¿se imaginan cómo se endereza uno? Es verdad que siempre es posible mover la cama, a riesgo de romper algo, pero... ¿Y el centro, que hay con el jodido centro que siempre queda cubierto? Porque en nuestros reducidos dormitorios no hay manera de desplazar la cama por completo. La historia pues parece inevitable.  Por cierto, en los casos exitosos tengan cuidado con la lámpara, lo más probable es que se den con ella en la cocorota.
A continuación, el jodido polvo que es una constante en nuestras vidas. Tal parece que nos haya tomado afecto y no esté nunca dispuesto a abandonarnos. Tan solo amaga, pero siempre vuelve. Le das con la bayeta y de momento parece haberse ido, pero, ¡qué va!, te das la vuelta y ahí lo tienes de nuevo. ¡Qué amor, señor! Tan solo quiere más a la pantalla del televisor. Allí no se deposita, se adhiere con un empeño más que loable. Se parece a uno de esos papeles Cello que solo logras desprender pasándoselo a otro porque de uno es imposible: pasa de dedo a dedo y de mano a mano adherido a nosotros como nuestra sombra. Por cierto, una de las pocas cosas que tenemos en propiedad plena. Podría el fisco llevarse parte de ella, esa parte de la sombra que no nos gusta: la nariz prominente, la oronda barriga, las piernas torcidas... Porque queramos o no, la sombra es nuestra fotografía solar.
El polvo viene a confirmar que la vida es un valle de lágrimas para el ama de casa. El mundo podría haber sido concebido de tal modo que el polvo lejos de buscar acomodo en nuestros hogares buscara la calle con desespero, pero no, erre que erre, busca el calor del hogar y corre a acumularse allí donde un rayo de sol lo hace más patente, para nuestra desesperación y censura: ¡Huy!, nena, hoy no hemos pasado la bayeta...¡, nos dicen con retintín. ¡Maldita sea, ya te daría yo con la bayeta! A ti, al polvo y a las pelusas que, como no, ahí están acompañando al polvo en un matrimonio que solo rompe la pantalla del televisor. ¡Que pesadez!
¿Han pensado lo que supone quitar el polvo subidos a una escalera? Porque esto no solo es pesado es una temeridad y más a ciertas edades. Es corriente que en un intento por abarcar una mayor superficie nos estiremos más de los debido y la escalera, convertida en un potro salvaje, nos lleve de un lado a otro en un viaje hacia la estabilidad que no termina nunca y, a veces, muchas, da con nosotros en tierra con el magullamiento consiguiente o con algo peor.
Y, ¡bendito sea Dios!, si no rompemos algo, si “bayetazo” viene y “bayetazo” va, no nos cargamos el detallito de Murano o la torre Eiffel, baratos recuerdos de nuestros viajes, hasta entonces prácticamente ignorados. ¡Qué disgusto, señor! ¿Y ahora qué digo? Porque, naturalmente, eran muy estimados, ¡oh sorpresa!, y se nos espetará que andamos atolondrados y siempre con prisas. Lo de siempre.
Viene luego, el “friegue”. Otra tortura para la espalda que durante minutos interminables ha de soportarnos asomados a la pila. Platos y más platos y cubiertos y más cubiertos entre ollas y sartenes en un tótum revolútum embebido en agua grasienta que sube y sube porque el sumidero a medio obstruir por mil deshechos no da abasto. Total, a zambullir las manos con el riesgo cierto de que el agua nos entre en el guante protector que, como es natural, nos hemos de quitar para desalojar el agua. ¿Creen que es posible? ¡Maldita sea! Como si de una segunda piel se tratara se pega a la mano y es preciso tirar con fuerza con el riesgo de que salga despedido y nos salpique con agua sucia o se cargue algo. Les aseguro que es “diver” pero sin ninguna gracia. Máxime, si no caemos en la cuenta de que todo sólido sumergido en agua hace subir el nivel de esta con el riesgo cierto de desbordamiento y mojadura del mueble de cocina que teníamos limpio del día anterior. ¡Joder!
Pasar el mocho parece tarea menor pero no crean, no crean, que tiene guasa. Desde la caída al suelo del pajolero palo, que no hay manera de sujetar en parte alguna, con las naturales salpicaduras y el inevitable doblamiento del cuerpo para recogerlo, ¿y van...?, hasta el volcado del cubo con el vertido consiguiente del agua y tendremos suerte si, ensimismados en las tareas por realizar aún, no metemos directamente la pata en el cubo. Incidentes que, por supuesto, son infrecuentes, pero cuando acontecen ponen a prueba nuestra paciencia y aún la del santo Job.
Tendría ahora que hablar de sacar brillo a los metales, del lavado y planchado, del orden en la casa, de la costura, de...
Sumen a esto, el cuidado y atención de los menores, esas tiernas criaturas que son como heridas que uno se hace con la esperanza de una buena cicatrización que, en ocasiones, tal vez demasiadas, nunca llega. Esos hijos a los que las tablas de la ley ordenan respetar a los padres. ¿Por qué será? Tal vez porque la filiación, la consanguinidad, no asegura nada y es preciso recordarlo de continuo. No así a los padres, que llegan a avalar a los hijos prestatarios con sus escasas pertenencias a riesgo de quedarse en la calle. Como ha sucedido, sucede y sucederá.
No. No tengo buena opinión de los hijos pese a que los míos han resultado excelentes, pero creo que hoy, como nunca, se alzan acreedores ante los padres a los que exigen todo de modo coactivo: o das o atente a las consecuencias. En la realidad, son columpios que solo se mueven hacia uno en la medida en que les damos marcha. Es desistir y el columpio se para. Actitud absolutamente previsible en estos jóvenes especímenes de la familia homínidos y más concretamente del genero homo. Comportamiento de raíz atávica que les lleva a mirar hacia lo propio, hacia delante, olvidando que los padres quedaron atrás, que son agua pasada que no mueve ya molino. Esta bien. Así es la vida. Ellos tendrán de sus hijos lo que ahora dan. Mientras, tendremos que alimentarlos, así tengan la edad que tengan, porque la justicia así lo estima. Una justicia que huele en ocasiones demasiado a incienso y  que unce padres a hijos e hijos a padres en una maniobra absolutamente contraria al necesario arbitrio de todo ser humano en cuestiones de comportamiento ético. Con Kant, soy de la opinión de que el hombre es un fin en si mismo, en absoluto un medio. Esto se concreta en que nadie es muleta para nadie. Nadie, salvo que voluntariamente lo disponga así, esta obligado a sostener a nadie, la esclavitud fue abolida y no puede recrearse por motivo alguno siquiera sea por razones filantrópicas. La filantropía, como la caridad antaño, pertenecen al mundo de la ética y son, por tanto, cuestiones que a cada cual competen. Pretender lo contrario, levantarlas como banderas, imponerlas como normas de comportamiento obligado, recrear el catecismo, es llevarnos al mundo conventual del que nos liberamos y al que regresaremos al menor descuido por nuestra parte.
Pero, en fin, volvamos a nuestra condición de amas y amos de casa. Si algo llevo con enorme pesar es aguardar mi turno en la carnicería o en la pescadería, que tanto da. Resulta inaguantable y habitual esperar a que la señora que nos antecede, habitualmente se trata de una mujer, termine su compra. Tal parece que el establecimiento haya abierto para ella. Pasa olímpicamente de los demás y pide y pide hasta agotar nuestra paciencia. Diálogos como este, que me ponen a prueba, suelen ser habituales:
     –¿Quién es la última?
     –Yo.
      –Buenos días doña Rosario. ¿Qué desea hoy?
      ­–Buenos días Matilde. ¿Qué tal la niña?
      –Bien. Aún con décimas pero ya va al colegio. Le diré que se ha interesado por ella.
       –Pobreta. Ya sabes, estos críos lo pillan todo.
       –Ya lo puede decir, ya, doña Rosario. Que usted con cuatro...
El dialogo de salutación suele prolongarse algunos minutos con nuestra natural exasperación, porque tenemos prisa, la tarea aguarda.
Pero doña Rosario que no parece advertir nuestra mirada de reprobación, mía y del resto de la cola,  pasa a realizar el pedido:
     –¿Qué tal tienes hoy las chuletas guapa?
     –Magníficas, doña Rosario. ¿Cuánto le pongo?
     –Cuarta y mitad, pero no me las sajes muy gordas que la vez pasada hice corto?
Matilde se apresta al corte y previamente se coloca con parsimonia el guante metálico de protección y afila el cuchillo con la chaira en una ceremonia que no parece tener fin... Mira a un lado y otro con aire de distracción, como quien esta de paso, pero en absoluto hacia mi. Vería en mi cara signos inequívocos de irritación y en mi cuerpo un cierto balanceo expresivo de que me estoy cargando, pero ella a lo suyo.
     –Pero mujer –le increpa doña Rosario–, quítame la grasa, es todo grasa lo que me pones.
Matilde contrariada le responde que el trozo es perfecto y que no ha tenido quejas de anteriores clientes, pero que si lo desea le cortara las chuletas de otro.
    –Pues mejor hija, mejor –dice agarrando el bolso contra su pecho.
Mientras Matilde va a la cámara el tiempo pasa y la sangre comienza a hervir. Miro hacia otros cliente buscando apoyo, pero parecen pasar. Posiblemente, harán igual. Presto luego atención a doña Rosario que, dubitativa, pregunta:
    –¡Ay hija! Pues no se si pedirte unos huesos para el puchero porque lo tengo previsto para el fin de semana y los quiero frescos pero no sea que se te acaben.
La mujer se ensimisma unos segundos y prosigue:
    –Bueno. Ponme 2 y bien frescos que luego me enrancian el caldo.
Y ahora, y ahora y ahora... Una letanía de peticiones que no acaba nunca y que casi me llevan al homicidio. Me contengo a duras penas y... Lo que faltaba: Rosario animándola:
    –¿Quiere alguna cosa más?
    –¡Vaya hombre! Encima me la anima –grito colérico–. Por si no fuera bastante con haber hecho un pedido kilométrico, de esos que agotan las existencias, y eterno.   
Ambas me miran con cara de sorpresa y doña Rosario me espeta:
    –Pues si tenía prisa haberlo dicho hombre de Dios.
Me muerdo los labios para no decirle cuatro frescas y me voy; ya no sé ni lo que venía a comprar.
Aprovecho para sugerir a los vendedores que controlen este tipo de actitudes desgraciadamente habituales. Gentes que van a surtirse en cantidad y calidad, cueste lo que cueste, con independencia del daño que ocasionen a los que con prisas precisan el apaño diario. Gentes que miran para si y ponen a prueba nuestra paciencia. El derecho del turno es un derecho a comprar sí, pero de todos y a comprar al detalle, no al por mayor. ¿Recuerdan ustedes lo que sucedía con las cabinas telefónicas? Los había que olvidaban que su misión era permitir la comunicación imprescindible y, en absoluto, la distracción comunicativa. Resultaba exasperante tener que solicitar ayuda y aguardar a que otro terminara de despedirse de su Rosita que debía tener la cara como una carpa de circo a juzgar por los besos que le mandaba.
Al ama de casa con toda mi admiración y respeto.




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