José Francisco Luz Gómez de Travecedo
Efectivamente, un dialogo -yo lo llamo
de cucos (Cuculus canorus)- imposible, en ocasiones, porque ambas partes
pretendidamente interlocutores, utilizan lenguajes distintos y practican el
intrusismo. En efecto, el lenguaje del experimentador es comedido y carente de
metáforas. De él se sirve para describir
con fría precisión los fenómenos observados que explica por hipótesis que la
experiencia confirmó estando presto a sustituirla por cualquier otra si se
adapta mejor a los hechos. Es humilde e innovador consciente de que el
conocimiento científico también tiene fecha de caducidad. Su finalidad es dar
razón por causas formales y materiales quedando reservado el estudio de las
causas eficiente y final (entendidas como causas extrínsecas no mensurables), al
conocimiento especulativo, a la filosofía (cuando tal conocimiento se presenta
como incontrovertible lo denominamos conocimiento religioso por ser, para
los creyentes, conocimiento revelado). Esta,
la filosofía, suele recurrir a un lenguaje, por subjetivo, de interpretación
laboriosa, en ocasiones incomprensible (¿hablamos del de Hegel?). El
especulador suele ser vanidoso y poco dado a la innovación una vez da con una
teoría que, según él, permite la adecuada comprensión de los fenómenos por más
que carezca del imprescindible contraste experimental y solo este autorizado a
exponer sobre causas eficientes y finales. Como vemos, sobre el papel, los
ámbitos son distintos y complementarios. Tan es así que multitud de científicos
son religiosos porque, al no bastarles los datos especulativos, han encontrado
la respuesta a sus preguntas acerca de las causas eficiente y final (del por
qué y del para qué del universo) en la revelación. Basta citar los casos de Newton, Einstein,
Planck, Heisenberg y Schrödinger. Es cierto que otros recurren a la filosofía
que, asimismo, busca, desde la razón,
explicar por causas eficientes y finales. Es el caso del ateo Monod, premio
Nobel de Fisiología y Medicina, año 65. Hasta acá, bien. Si los ámbitos de
ambos saberes, pues, son respetados no habrá fricciones, pero no siempre es así
y los conocimientos especulativo y religioso invaden el dominio de la ciencia a
la que, como el cuco, intentan desplazar. No creo necesario extenderme en lo
que ha sido habitual en la historia de la ciencia en Occidente, la
confrontación permanente y cruenta con la Iglesia - y no siempre la católica
(¿hablamos de Calvino y de M. Servet?) -. Pero, también, aunque en grado menor,
ha recibido andanadas desde la filosofía radical. Hay está el marxismo y su
materialismo dialéctico que, presa de una soberbia incalificable, pretendió
barrer a la ciencia negando el segundo principio de la termodinámica que es un
torpedo en la línea de flotación de la ascendente evolución dialéctica. A su
vez, científicos hay que niegan al saber especulativo la competencia en el
terreno de lo no mensurable. Son los cientificistas que miran por encima del
hombro a poetas y filósofos. Recuerdo
ahora lo que Schopenhauer decía de los químicos metidos a filósofos: “Alguien
debería decirles a esos señores de tubos de ensayo y retortas que la química
por sí sola capacita para ser boticario pero no filósofo”. Creen que todo es química e ignoran la fuerza
del espíritu. Lo he dicho en alguna ocasión: la hipótesis “Dios es el primer
motor” no es científica porque Dios no es mensurable, pero en absoluto es
absurda. De hecho, el gran Pasteur decía “Poca ciencia aleja de Dios. Mucha
acerca a Él”. Demos, pues, a Dios lo que
es de Dios y al Cesar lo que es del Cesar y todo irá bien, excluida la
política, naturalmente. ¡Qué Dios os guarde españoles! Amén.
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